De pequeño siempre fui un chaval del montón. Estudiante mediocre, jugador de fútbol mediocre, pandillero mediocre y amante mediocre finalmente. No me preocupaba en exceso; había muchos más mediocres a mi alrededor. Y hubiera seguido siendo una persona mediocre sino hubiera caído en mis manos Gargantúa, de François Rabelais. Sí (y perdone el tópico), fue uno de esos libros que te cambian la vida. Y lo digo en un sentido literal, y no metafórico. Algo tangible. Ese libro despertó algo en mí. Poco a poco fui descubriendo cosas a mi alrededor que habían permanecido ocultas. Veía más de lo que había visto hasta entonces. En consecuencia, pasé de ser un estudiante mediocre a un estudiante brillante, y también mejoré como amante. Las cosas tomaron pues un rumbo inesperado, y así acabé en la universidad y después en El Imparcial, y ahora aquí. Por el camino rompí varios corazones, y me rompieron el mío una vez.
Eso fue a los quince años. A los veinte me volvió a pasar, lo del libro que te cambia la vida, aunque en esta ocasión fue una película. Un día cualquiera estaba en el multicine de un centro comercial. Se habían acabado las entradas para los blockbusters del momento, así que pagué por ver cualquier cosa. Me daba igual porque no iba a ver una peli; iba con mi chica e iba a meterle mano. Pero no le metí nada porque la película resultó ser la bomba. Era El desayuno de los campeones (Alan Rudolph, 1999). En los créditos de inicio, en grande y negrita, aparecía el nombre de Kurt Vonnegut. El guión adaptaba una de sus novelas. Así conocí a Kurt, al menos como escritor, y no como terrorista transtemporal. Al día siguiente dejé a la chica y corrí a la librería más cercana:
—¿Tienen El desayuno de los campeones?
—¿Qué es eso?
—Una novela de Kurt Vonnegut
—Ah, no. Pero tengo Cuna de gato.
—Me la llevo.
Y así, quizás por azar, leí Cuna de gato, el libro que me enseñó cómo se debe escribir una novela, el bokononismo y qué es el hielo-nueve. Me cambió la vida.
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