Capítulo 42: Queenstown, Nueva Zelanda

De camino a casa de Antonio Carril, la radio me pone al día. En efecto, se acaba el mundo. Alguien ha descubierto que un anillo de antimateria rodea La Tierra. Bueno, se ve que eso no es nuevo, que ya se sabía, pero era secreto. Lo nuevo es que el anillo ese ha ido creciendo. Ha crecido mucho en los últimos años y nadie había reparado en ello demasiado. Y ahora se está estrechando. Por algún motivo, se está ciñendo sobre el planeta. No creo que yo lo entienda, ni que el tío que da las noticias por la radio lo entienda tampoco; pero se ve que cuando todo ese montón de antimateria contacte con La Tierra, todo desaparecerá. Las cosas y los seres vivos. Bueno, se ve que “desaparecer” no es la palabra, sino que nos convertiremos en energía. Pero esa es una idea demasiado abstracta para darla a entender por la radio, supongo.

Un montón de gente llama a la emisora. Es un poco como aquello del efecto 2000, pero más bestia. Unos no lo creen, otros creen que es una señal divina, o que ya estaba escrito no sé dónde desde no sé cuándo. Y después hay unos cuántos que han leído que eso es imposible, que para que todo eso suceda deben darse unas condiciones muy concretas y extrañas. Hablan de “aniquilación”, “campos cuánticos” y otras cosas así que la gente no comprende. A mí la antimateria esa me recuerda a Galactus.

Entonces alguien llama y dice que Queenstown acaba de desaparecer. Que ha habido un gran fogonazo, un sonido seco como el del crujido de un hueso multiplicado por cien millones y que Queenstown ha desaparecido. El locutor pregunta qué es Queenstown, que se ve que es una pequeña ciudad neozelandesa. Primeo hay silencio, incredulidad, dudas. El periodista no sabe qué decir, no puede dilucidar si es verdad o mentira, si el oyente está tarado o qué. Y sólo se le ocurre preguntar:

—¿Pero Queenstown sólo? Es decir: ¿Exactamente Queenstown?
—Sí, tío. Todo lo demás está intacto: Lower Shotover, Ben Lomond... ¡Es como si lo hubieran cortado con un bisturí!

Mientras el locutor habla por hablar, hilando palabras sin sentido sólo para hacer tiempo, se oye de fondo trajín de papeles, personas y móviles. Hay jaleo en la redacción; hay conversaciones y después gritos. Y mientras el testigo de la desaparición de Queenstown insiste en que esto es el fin, mientras las frases del locutor comienzan a perder la concordancia y el sentido, se corta la emisión. Busco otras emisoras, pero nada. Recorro todo el dial, pero nada. No hay señal. Ninguna. Así que llego a casa de Antonio Carril sin saber qué coño pasa con Rajoy.

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