Capítulo 48: Toda la culpa del mundo

Aterrizamos sin más, suavemente. Bajamos del avión después de la típica e insufrible espera para bajar de un avión y nos montamos en un viejo autocar con la pintura desconchada y sin asientos. Una estridente ranchera nos da la bienvenida a todo volumen y yo pienso en sombreros mejicanos, toros y paella. El bus nos deja ante el acceso al aeropuerto. Lo atravesamos, en fila, como borregos, cargados con nuestra mochilas y nuestras maletas, con nuestras culpas a las espaldas. Un cartel en inglés nos da la bienvenida a Santorini, Grecia. Son las cuatro de la mañana y hace frío.

—¿Qué coche era?
—Un Matiz.
—¿Un Matiz?
—Sí, es lo que había.
—Cojonudo.
—Ahí está.

El coche está aparcado frente al aeropuerto. Es un coche pequeño.

—¿Las llaves?
—Deberían estar aquí...

Deivid mete la mano en el guardabarros y encuentra la llave.

—Aquí está.
—Parecen muy confiados por aquí...
—Sí, el tío de la web no me puso muchos problemas.
—Abre el maletero.
—Voy.
—Dame la maleta, Ana.
—Toma...
—¡Joder! Cómo pesa... ¿Qué llevas aquí?
—Nadie me ha dicho cuánto tiempo vamos a quedarnos.

Metemos las cosas en el maletero y carretera y manta, hacia el hotel.

—¿Dónde está el hotel?
—En Fira. ¿Dónde queréis ir antes?
—¿Antes? ¿Antes de qué?
—Pues de ir al hotel.
—¿Dónde vamos a querer ir a las cuatro de la mañana en esta mierda de isla? Tira para el hotel.
—No, no... Es que no podemos ir al hotel.
—¿Qué?
—Que no podemos entrar hasta las doce. Hasta el mediodía.
—¿No has reservado la noche de hoy?
—Pues... no.
—¿Y porqué coño no?
—¡No sé, David! ¡No lo pensé, coño!
—¡Joder!

Y el resto del viaje estamos todos de morros. Aparcamos el coche lo más cerca posible, que no es muy cerca porque el hotel está en un puto acantilado.

—Aquí no se puede aparcar.
—Ya, bueno. Son las cinco de la mañana. No creo que pase nada...

De todas formas, nos quedamos en el coche, porque qué vamos a hacer y a dónde vamos a ir.

—Me voy a dar una vuelta, chicos.
—¿Ahora?
—Parce que por ahí hay algo...

En efecto, se oye música, bullicio, fiesta a lo lejos.

—Anda, Ana, ven, siéntate. ¿Dónde vas a ir a las cinco de la mañana?
—No sé. A ver qué hay.
—No hay nada.
—¡Que voy a ver, joder!

Y Ana se baja del coche dando un portazo. Como si estuviera muy cabreada. Como si todo esto fuera culpa mía. Deivid y yo nos miramos, nos preguntamos que qué pasa con la mujeres.

—Ve con ella, tío...

Y no lo duda ni un momento. Deivid se baja del coche y va tras Ana.

—¡Ana!

Grita:

—¡Ana!

Conecto la radio e imagino que me enciendo un pitillo. Reclino el respaldo hacia atrás, coloco el brazo sobre el marco de la ventanilla y las piernas sobre el salpicadero. Me tomo un respiro a lo James Dean en Rebelde sin causa. Un locutor griego le da paso a una versión irreconocible de No woman no cry. Everything is gonna be alright.

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