Booktrailer
Nota final
La novela, pues, acaba aquí. Pero no del todo. Aún quedan algunas sorpresas que se irán desvelando poco a poco en esta web y que culminarán en el Cryptshow Festival 2015 con la presentación de la edición en papel de la novela. Será una edición revisada, corregida y, también, con sorpresa. (Podéis seguir las novedades en el apartado blog).
Y si tú eres nuevo, has descubierto hoy este blog y vas a empezar a leer “No estoy aquí ahora”, comienza por aquí o pásate por la tienda.
David G. González
28 de marzo de 2014
Capítulo 72: el día siguiente a un domingo cualquiera, 10:00
—Que mona es. No parece hija tuya.
—Ya. Eso dicen.
—¿Y la madre?
—¿Cómo?
—La madre. ¿Quién es la madre?
Y de repente me coge algo en el pecho y un mal cuerpo, como cientos de anzuelos clavándose en mi corazón y tirando de él, como cemento en vena. Las manos se me ponen lilas y me cuesta respirar, y mi cerebro patalea y quiere salir de mi cabeza. Los colores se separan y todo es una de esas viejas pelis en 3D. Me veo a mí mismo desde fuera de mí mismo, como se ve la gente en Ghost al morir. Y, sí, siento que muero y que dejo de ser yo. Y mientras el tribunal de la Eternidad pone en duda mi propia existencia, me pregunto no sólo quién es la madre de Claudia, sino también cómo es posible que nunca antes me lo hubiera preguntado.
La solución es sencilla: No puede ser. Y además, es imposible.
Entonces tomo conciencia de lo que sucede: las máscaras de oxígeno han saltado, un motor del avión está en llamas, hay un agujero en el fuselaje y la cabina se está despresurizando. Miro por la ventana y no hay cielo, ni mar, ni nada. Sólo un blanco nuclear que no ciega y lo ensordece todo. A mi lado, Lola ya no está, y Claudia me mira como mira alguien que no tiene miedo. Mueve la boca, parece que va a decir algo, sus primeras palabras:
—Todo es verdad.
Capítulo 71: Un domingo cualquiera, 04:30
Le preparo un biberón, y mientras caliento el agua en el microondas me doy cuenta de que son las cuatro y media de la mañana. Levanto las persianas para ver si el mundo sigue ahí y ahí sigue, oscuro y frío, como esta parte de mi vida.
Me siento en el sofá con Claudia entre los brazos, tragando como si le fuera la vida en ello. Agarro el móvil y hago lo que hace la gente a estas horas: le echo un ojo a Twitter, pongo algún “Me gusta” en Facebook y respondo un par de correos con un “LOL” o un “WTF?”.Y en la tele; teletiendas, películas eróticas y mensajes con “tema del bueno”.
De repente suena el móvil y ya no son las cuatro de la mañana, son las diez. Claudia duerme entre mis brazos, con un chorretón de leche seca en el moflete y en una postura que no parece nada cómoda. Pancho, desde su cojín, bajo la tele, me mira, como diciendo: “Venga, tío, sé un buen padre”. La que llama es Lola:
—Hola, Lola.
—Alberto. Tú libro está ya en imprenta. Sale a la venta el mes que viene.
—¿Ha quedado bien?
—¿El qué?
—La portada. ¿Ha quedado bien?
—La portada es una mierda. Le dije a los de diseño que hicieran algo rápido y barato. Pero es una portada y no te llamo para oír tus quejas. Haz las maletas. Mañana nos vamos de viaje.
—¿De viaje? ¿Los dos?
—Hay una recepción, una convención, no sé. Un rollo de exportar producto cultural catalán al extranjero. Ya sabes, mierda política. El caso es que a alguien de las altas esferas le gustó tu primera novela y sugirió que fueras uno de los invitados. Sugirió, entre comillas, claro. En fin, habrá más gente allí. No te hagas ilusiones.
Sí, en fin, ya me las había hecho...
—¿Y dónde es?
—En Santorini. Una de esas islas griegas de mierda. Si ya, Grecia está en crisis, ¿qué coño hacemos exportando producto catalán a Grecia? Ni idea. Además, Santorini en invierno tiene que ser de pena.
—Sí, supongo.
—Hasta mañana. El avión sales a las diez. Terminal dos.
Y antes de que diga “adiós” ya ha colgado.
Capítulo 70: Deivid, siempre en ningún lugar
Pero ahora que ha llegado hasta aquí, sepa que esto, como todo, se acaba. Y todo lo que acaba, acaba mal.
Así que, como ya tiene bastante con lo suyo, no voy a intentar explicarle qué hago yo aquí, en un limbo omnisciente y todopoderoso. Eso es lo que pasa cuando eres inmortal pese al fin del mundo. Que te quedas solo.
Como usted ya sospecha, esa cosa rosa que me hizo beber Claudia era el elixir de la eterna juventud que se inventó en 2043, el mismo que tomó Artur Mas en su día. Y ahora no envejezco. Mi mundo desapareció, o se plegó sobre sí mismo, o se contrajo, y yo sigo aquí, en ningún lugar para siempre. A veces echo de menos el futuro.
Desde aquí lo observo todo, aunque todo es mucho menos divertido que antes. Ahora sólo sucede una cosa: la gente se levanta a las siete de la mañana para ir a trabajar, habita pisos claustrofóbicos y vive una eterna crisis. Ya no pasas cosas imposibles.
En este presente, Artur Mas gana las elecciones autonómicas pero no tiene lugar ningún fin del mundo, Paco Puche escribe un libro de poemas que nadie lee, Grant Morrison mata a Batman y hace que Robin ocupe su lugar y Kurt Vonnegut muere a causa de una caída. En este presente, Ana vive con su marido y sus dos hijos y es todo lo feliz que uno puede ser. Y David es David y Alberto sólo el personaje de su novela. Vive en un pequeño piso en Barcelona, con su hija Claudia y un perro llamado Pancho.
Y yo, desde aquí, que no es ningún lugar, lo veo todo, y veo a Sergio Vila, en su pequeño piso, teniendo una idea y dibujando en un trozo de papel de higiénico unos garabatos que en realidad son la semilla de lo que cinco mil años después se conocerá como la máquina del tiempo.
Y yo, desde aquí, me pregunto si puedo intervenir. Y si debo. Si, como Dios, o al menos como un dios, puedo tomar una identidad corpórea, presentarme en casa de Sergio Vila como un amigo y acabar con su vida. Hacerlo por el bien supremo.
Y yo, desde aquí, le contemplo a usted, leyendo esto, pensando que no puede ser y que además es imposible. Y preguntándose si yo, yo que observo el universo cómo si fuera Dios, tengo la respuesta a la eterna pregunta.
Sí, estamos solos.
Capítulo 69: La guerra
Hace seis horas Claudia nos ha rescatado de nuestra celda, a Ana y a mí. No ha llegado a tiempo de impedir que el famoso batallón viaje al año 2112 para evitar la creación de la máquina del tiempo. Pero está claro que, sí seguimos aquí, es que algo ha salido mal y que no lo han conseguido. Y no sólo eso. No sé qué coño habrán hecho allí Alberto y sus colegas, pero aquí se están abriendo fisuras espacio-temporales por todos lados. Creo que ya he matado siete u ocho veces a Artur Mas. Creo que incluso he matado a un hombre de las cavernas y a un par ingleses del siglo de las luces.
—Claudia, esto va a petar. No vamos a salir de aquí.
Casi todos han muerto. Ha muerto el señor Casals y toda su panda. Han muerto muchos de los nuestros. Ha muerto Ana y he llorado por ella.
—¡Claudia! ¡Joder! ¡No vamos a salir de aquí!
Ah, y un pequeño detalle: nos hundimos.
—Toma, Deivid.
Claudia me pasa un pequeño frasco de cristal que contiene un líquido de color rosa.
—¿Qué es esto?
—Bébelo. ¡Ya!
Y me lo bebo, como se beben las cosas cuando tu madre te dice que te las bebas. Sabe a guayaba.
—Alberto, te quiero.
Sé que sabe que yo no soy Alberto, pero que, de alguna manera, en algún momento, lo seré. Así que me digo que qué más da, que a la mierda todo, que lo que importa es el amor.
—Yo también te quiero, Claudia.
Y dejamos de disparar y la sangre deja de brotar y los ruidos cesan. Nos quedamos aquí plantados, impávidos ante una gran luz que entra por las ventanas de este monstruo submarino, una luz blanca como no hay nada en el mundo; intensa y cálida, que no ciega y que lo ensordece todo. Y esa luz hace que todo el mundo deje de disparar y la sangre deje de brotar y los ruidos cesen. Y mientras esa luz lo invade todo y se lo come todo, Claudia y yo nos besamos. Somos los últimos viajeros en el tiempo besándose.
Capítulo 68: El fin comienza aquí
Superada la crisis inicial, tomo conciencia de la situación. Es evidente que algo ha salido mal, que de alguna manera han interceptado nuestro viaje temporal y hemos acabado aquí. Eso, o cualquier otra cosa, quién sabe.
Aquí huele a humedad, hace frío y se oyen ruidos de película de submarinos. Recorro la estancia a rastras y no parece tener más de cuatro o cinco metros cuadrados. Sé dónde estoy. Estoy en la base submarina de La Agencia, en un punto indefinido del Mar Mediterráneo entre Grecia y Turquía.
La Agencia tiene un plan. Bueno, tiene dos. Uno es el plan oficial. El otro no existe oficialmente. Según el plan oficial, hoy se acaba el mundo, de una manera u otra. Tanta gente ha estado viajando de aquí para allá que el espacio-tiempo no soporta ya más pliegues, ni más vértices, ni más líneas temporales. Así que, ante el temor a un colapso, y en un autoproclamado acto de “responsabilidad”, La Agencia va a devolver el espacio-tiempo a su estado natural. ¿Cómo se hace eso? Es tan sencillo de explicar como imposible de entender: evitando la invención de la máquina del tiempo.
Pero hay un plan no oficial, como decía. La Agencia pretende, en efecto, evitar la invención de la maquina del tiempo, acabar con los universos paralelos y conservar sólo una línea. Esa línea ya existe, y es un mundo en el que nunca se ha inventado la máquina del tiempo. Entiéndame: ni se ha inventado, ni se inventará. Un mundo en el que nada de esto ha sucedido ni va a suceder; en el que la gente se levanta a las siete de la mañana, va en transporte público y vive en pisos claustrofóbicos. Gobiernan los gobernantes y trabajan los trabajadores. Hay ricos y pobres. Hay guerras y películas de Hollywood. Pero, si va a comenzar una nueva partida, La Agencia quiere asegurarse cierta ventaja. Su as en la manga es la cosa más grande y más llena de gente que jamás haya viajado en el tiempo, preparada para hacer el viaje más largo y profundo. Porque el mejor sitio en el que estar cuando el espacio-tiempo se vuelva a recoger es, precisamente, ningún sitio. Ese as en la manga es esta nave.
Nuestra misión es evitarlo. Porque en ese nuevo mundo es dónde ahora vive nuestra hija.
Y de repente, una explosión. Todo se tambalea y comienzan a sonar las sirenas. Y más explosiones. Y gritos, muy a lo lejos. Muy, muy a lo lejos. Y más explosiones. Y disparos. Y entonces, como una broma, como si no pudiera ser, comienza a sonar una canción, una canción que se acerca, que se acerca lentamente hasta que al fin la reconozco: “One morning in June, some twenty years ago, I was born a rich man's son, I had everything that money could buy, but freedom I had none”. Es Looking for freedom, de David Hasselhoff. Es la canción de La Resistencia. Es nuestra canción.
Capítulo 67: Sábado, 10:30
—Me temo que no.
Así que nos tomamos un refresco y un vaso de agua en un bar cualquiera, un bar de grasa en las paredes y mesas pegajosas. Un bar del montón, normal, sino fuera por este silencio de cementerio y toda esta gente quieta.
—¿Esto es un poco como El último hombre sobre La Tierra, no Deivid?
—No la he visto...
—Ah, bueno, ya... Ya la verás...
Deivid me ha explicado todo lo de los viajes en el tiempo, también lo de La Agencia, los marcianos y el fin del mundo. En cualquier otra circunstancia no le creería, pero, en fin, miro a mi alrededor y no veo porqué no debería creerle.
—¿Así que todo esto es culpa mía, Deivid?
—¿Cómo?
—Que mi imaginación tiene alguna especie de poder transdimensional y todo lo que estoy escribiendo se hace realidad en algún lugar...
—No sé si...
—¡Y por eso estás aquí! ¡Me pides que reescriba mi novela! ¡Que solucione este embrollo!
—No, David, no...
—¡Y que os haga felices! ¡Claro! ¡¿Qué quieres!? ¡Dime, dime!
—¡Que no, David! ¡Que no!
Vale, sí, reconozco que me he exaltado. Como ese autor obsesionado con escribir la novela definitiva; encerrado en su estudio, sin amigos, café caliente y cigarillos, cáncer y muerte en soledad.
—¿No?
—No, David, no...
—¿Entonces?
—Tú no eres el dios creador de todo esto, ni tienes ningún poder ultradimensional....
—¿No?
—No.
—¿Y entonces?
—Simplemente eres el David de esta realidad, y aquí vives tu vida. Una vida quizás un poco aburrida, sí... Pero es cierto que es una realidad un poco especial, que no hay máquinas del tiempo, ni marcianos. Aquí parece que el mundo no se acaba.
—¿Y entonces?
—No entiendo...
—¿Entonces qué haces aquí? ¿A qué has venido si no es a pedirme la salvación?
—Ya...
El tal Deivid se lleva la mano a la oreja, una oreja con una cicatriz muy fea, por cierto. Yo pienso que le duele o algo, que es una herida de guerra, pero antes de que pueda preguntarle nada, dice:
—Ya puedes venir.
—¿Perdona?
—No, no es a ti, perdona... Hablaba a través de mi biocomunicador.
—Ya... ¿Y quién viene?
—Ahora lo verás...
Y entonces, algo se mueve al fondo de la calle. Es una chica, que carga algo en brazos, envuelto en un trapo o una manta. La chica es una chica normal, de estatura media y pelo largo y negro. No parece una chica del futuro, ni del pasado.
—David, te presento a Ana.
—Hola, Ana.
—Hola, David.
Unos segundos de silencio, de miradas. Quizás yo debería entender algo o saber de qué va la cosa, pero no lo pillo. Entonces ellos se miran, como se miran las parejas de abuelos al final de su vida, y Ana descubre lo que lleva entre manos. Es un bebé. Y digo lo que se suele decir en estos casos:
—¡Oh, qué mono! ¿Cómo se llama?
—Claudia. Se llama Claudia.
—¿Una niña?
—Sí.
—¿Y qué tiempo tiene?
—Tres meses. Aunque en realidad aún no ha nacido.
—¿Cómo?
—Nacerá el año que viene...
—Ya, cosas de los viajes en el tiempo, ¿no?
—Sí, eso...
Ana me la acerca.
—Cógela.
—Sí, sí, claro....
La cojo, como quién coge algo por primera vez, torpemente. Y de manera natural hago lo que hace todo el mundo con un bebé entre las manos: ruidos ininteligibles, pedorretas, juegos de manos. Al rato, reparo en la mirada de esta entrañable pareja. Miran a su hija como se mira la gente al final de las películas de Spielberg.
—¿Estáis bien?
Suena como un teléfono. Es un sonido sutil y agradable. Salen de su ensimismamiento. Se miran. Se cogen de la mano. Casi lloran.
—David, tenemos que irnos.
—¿Ya?
Se llevan la mano a la oreja. Me miran. Casi lloran.
—Sí, ya.
—Pero...
—Adiós, David.
—¿Ya? Pero... la niña...
Lloran.
—La niña es tuya, David. La niña también es tuya.
De repente ya no están. Literalmente. Han desaparecido, de golpe. Y han vuelto los ruidos y el movimiento. Un camarero se me acerca por la espalda y me pregunta qué deseo. Yo le digo que un café sin pensarlo mucho. Entonces reparo en una cajita metálica que ha aparecido sobre la mesa. La abro. Dentro hay una jeringuilla y un tubo de goma elástica. Y una nota. En la nota hay unas instrucciones de uso, y al final pone: HAZLO, POR FAVOR. Y firman Deivid, Ana y Claudia.
La gente, de nuevo, hace sus cosas, y yo me quedo aquí, en medio de este bar apestoso, con una niña entre la manos. Dicen que se llama Claudia y que también es mi hija.
Capítulo 66: Sábado, 10:00
Los policías me han puesto las esposas, me han atado los pies con una brida, me han amordazado y me han devuelto a la celda. Se ve que me puse un poco tenso después de la llamada telefónica. En fin, no me juzgue por ello. Tampoco juzgue a estos amables agentes de la ley.
—¡Psé, psé! ¡Mmmm!
Intento comunicarme con aquel misterioso fan de los cómics, pero nadie me responde. Supongo que, en fin, me lo imaginé, o fue una broma. Así que durante unos tres cuartos de hora estoy aquí, quieto, mirando los barrotes y comiéndome la cabeza. No pasa nada. Hasta que pasa: la puerta de la celda se abre.
Primero dudo, claro. Sospecho, temo del diablo y sus ofertas siempre interesadas. Pero cualquier alternativa no pinta mucho mejor. Así que, como puedo, un rato a rastras y un rato a saltitos, salgo de mi celda y del calabozo. Subo unas esclareas y llego hasta la primera planta sin cruzarme con nadie. Me deslizo como una serpiente, evitando los despachos, aunque en realidad los despachos parecen estar vacíos. Llego a la sala de espera y no hay nadie, y finalmente llego al vestíbulo. Y allí sí hay alguien. Un policía, tras el mostrador y un grueso cristal antibalas. Mira al frente fijamente, como quién mira a su enemigo. En condiciones normales, no sé, quizás podría salir corriendo y salir airoso. Pero no así, atado de pies y manos.
Así que doy media vuelta y regreso a uno de los despachos. Me abro paso hasta la mesa y, con la barbilla, torpemente, consigo tirar al suelo algunos cajones. Encuentro unas tijeras. Contorsionándome dolorosamente consigo cortar la brida que atrapaba mis pies. Y ya en pie, busco y rebusco por todo el despacho una llave maestra para las esposas. Parece demasiado fácil, pero la encuentro.
Vuelvo al vestíbulo, y ahí sigue el tipo ese mirando al frente, como la guardia inglesa. Pero pongo en práctica el plan: salir pitando. Cruzo el vestíbulo, atravieso la puerta, bajo las escaleras de un salto y cuando ya he avanzado unos veinte metros me doy cuenta de que no se oye nada y nada se mueve. Los coches están parados, el viento no agita los árboles y la gente está quieta de una manera antinatural. Me acerco a una mujer con un carrito de bebé. Le paso la mano por delante de la cara y nada. Le pellizco la mejilla y nada. Le palpo un pecho y nada. Y su niño igual. Por mucho que le haga monerías, ni se inmuta. Y así todo el mundo, quieto, congelado, como en modo pausa: un anciana cruzando la calle, dos hombres saludándose, un conductor increpando a un transeúnte, un mensajero saltándose un semáforo en rojo... Y sé que no puede ser. Que esto es esto y mi novela es mi novela. Que Alberto es Alberto y yo soy yo. Y además es imposible.
—¿David?
Un tipo joven me llama por mi nombre y me da un susto de muerte. Un tipo joven y muy parecido a mi. Me siento amenazado, claro. Y miedo. Pero también esperanza.
—¿Si?
Un tipo joven y muy parecido a mi. Demasiado parecido a mí.
—Soy yo. Deivid.
—¿Quién?
Imposiblemente parecido a mí.
—Deivid. Soy Deivid.
Capítulo 65: Una persona más
Usted espera ahora una sala fría, sucia y maloliente, el lugar más clandestino sobre la faz de La Tierra. O bajo ella. Pero no. Todo lo contrario. Todo aquí es muy lujoso y muy rococó: grandes cuadros de autores románticos, candelabros dorados, una robusta mesa de madera de la buena, una gran lámpara dorada y mucho color burdeos. Sobre la mesa, además, vino francés y whisky canadiense servidos en elegante cristalería. Y un teléfono. Hay una persona más, pero aún no importa.
El tipo con gafas nos invita a tomar algo. Yo pido una copa de vino porque qué mejor que el vino para el fin del mundo. Notas afrutadas, ceniza, madera y conversaciones insubstanciales. Hay una persona más, pero aún no importa.
Cuando ya nos hemos acostumbrado a esto, acomodados y amodorrados por el alcohol, el tipo con gafas requiere nuestra atención. Es un tipo menudo, muy poco impresionante, con pinta de notario y una abultada carpeta marrón entre las manos. Primero nos suelta un discurso sobre el honor y el deber, y sobre que un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer. Sobre grandes responsabilidades. Hay una persona más, pero aún no importa.
Después nos explica porqué estamos aquí cada uno de nosotros, un poco para alargarnos. A Morrison le dice que nadie cómo él puede imaginar realidades alternativas. A Vonnegut le revela que sabe que está escribiendo un decálogo, y que lo quiere. A Puche le confiesa que la misión necesita un Mesías. Y a Mas, que la misión requiere un sacrificio. A mí sólo me mira con cara desaprobación, o quizás desconfianza. Así que le pregunto:
—¿Y yo? ¿Qué hago yo aquí?
—Usted no debería estar aquí. No figura en los papeles. Pero, en fin, aquí está. Y si está será por algún motivo.
Diría algo, pero nunca se me ocurre nada inteligente cuando verdaderamente lo necesito. Así que es Morrison quien pregunta:
—¿Y usted?
—¿Yo?
—¿Usted porqué está aquí?
—Sólo estoy aquí para dar fe.
—¿De qué?
—De esto.
—¿Y a quién?
—¿A quién?
—Sí, ¿a quién?
El tipo de gafas saca de la carpeta un fajo de documentos y los reparte.
—Bienvenidos a La Agencia.
Son unos dossieres como los de la CIA en las películas de espías. Incluso llevan el sello de TOP SECRET. En la primera página pone: B-100.
—¿Qué significa B-100?
—Es un nombre en clave.
—Ya. ¿Y qué significa?
—Significa “El batallón de los cien años”
—¿El batallón de los cien años?
—Sí.
—Ese es un nombre de mierda.
—Sólo es un nombre, caballero.
Nos explica que nosotros somos ese batallón, que somos como El Equipo A y que tenemos una misión. La misión supone viajar al futuro y crear un vórtice que evite el fin del mundo y, de paso, el colapso del espacio-tiempo. Creo que usted ya sabe de que le hablo.
—¿Y él?
Vonnegut pregunta por el hombre amordazado que ha guardado silencio hasta ahora en medio de la sala, atado a una elegante silla estilo imperio y con una bolsa del pan en la cabeza. El tipo con gafas se acerca al misterioso invitado, le señala y pregunta:
—¿Él?
—Sí, él.
Y con un redoble de tambor descubre finalmente el rostro de ese hombre que hasta ahora no importaba, y dice:
—Señores, les presento a Pedro Bolívar.
Y entonces suena el teléfono.
Capítulo 64: La planta 13
—Menudo sitio, ¿eh?
Eso lo ha dicho Mas, que ha recuperado la compostura y parece el Mas de siempre, con su gesto de rigor, su peinado y su corbata en su sitio. Esas pastillitas deben de ser la leche.
—Sí, menudo sitio...
A lado y lado del pasillo hay unas gruesas puertas metálicas, como las de los submarinos en las películas. Pesadas, con grandes cerrojos y cadenas y una pequeña obertura en el centro, redonda y de cristal. La curiosidad me empuja a asomarme.
—La curiosidad mató al gato.
Dice Mas, pero yo no le hago caso porque sé que no voy a morir aquí ahora. Miro dentro, y dentro hay un tipo esposado de pies y manos, acuclillado en una de las esquinas de un zulo de apenas cuatro metros cuadrados. El preso me mira y yo le aparto la mirada.
Avanzamos y más de lo mismo: gente presa en habitaciones minúsculas, mirándote con cara de perro en el veterinario.
—¿Qué es esto, Artur?
—Puede ser cualquier cosa. Ya lo sabes.
Y, sí, el caso es que lo sé. Pueden ser miembros de La Resistencia, pueden ser simplemente personas equivocadas en el lugar equivocado, pueden ser incluso marcianos metamorfos. Pero Mas no espera mi respuesta. Mas simplemente avanza, como avanza un caballo con anteojeras.
Y así llegamos al final del pasillo, y al final del pasillo hay una puerta abierta, y tras ella una luz cálida. Pero antes, a unos metros, como una trampa, hay dos puertas más; de un metal más pesado, con cerrojos más grandes y cadenas más gruesas. Y amarillas. Uno espera encontrar ahí alguna especie de criminal peligroso, o un monstruo, o el Jinete del Apocalispis. Pero no. En la puerta de la derecha sólo hay dos personitas, menudas y de aspecto débil. Llevan puesto un mono ancho de color amarillo, tienen atadas las manos a la espalda y una bolsa negra les cubre la cabeza.
Me asomo a la otra celda y no hay nada, o no lo veo. Pienso: “en fin”, y cuando estoy a punto de irme, cuando me digo a mí mismo que ya está, que aquí no pasa nada, que todo esto no significa nada en absoluto, un leve murmullo me agarra de los pelos. Un murmullo agónico y lastimero, entre sollozos. Pego mi oreja a la puerta, pero no puedo descifrar las palabras porque en el metal reverberan todos los sonidos de esta mastodóntica infraestructura. Así que vuelvo a echar un ojo por el orificio. Me pongo de puntillas para inspeccionar mejor, para dar con un rincón que quizás antes me haya pasado desapercibido. Entonces, de repente, como en una peli de terror, alguien o algo se asoma a la ventanilla, como si hubiera estado escondido tras la puerta para matarme de un susto.
Cuando al fin recobro el aliento, identifico entre lágrimas, mocos y mugre a Mariano Rajoy, quien fue presidente del gobierno. Golpea la puerta con rabia y grita patéticamente:
—¡Yo lo quería! ¡Yo lo quería, joder! ¡Yo lo quería!
Y mientras grita se arranca la piel de la cara y deja al descubierto una viscosa carne verde y me mira con ojos rojos como el fuego y como la sangre.